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424: Contar la historia siendo parte de ella

Un recuento de cómo se ven los primeros 15 años de la banda costarricense, en los ojos de una cercana seguidora

Desde que nació LA NECEDAD, hace ya como 4 prides, mi objetivo siempre ha sido dejarlo todo en la cancha. O al menos en el texto. Me cansé de escribir formalito, objetivo, neutro y de morderme la lengua par tirar todos los datos y todas las ideas que tenía rebotando en mi cabeza: por eso se llama LA NECEDAD. Aquí es donde vengo a tirar todas esas ideas que brotan y he tenido muchísima suerte en encontrar personas que quieren escucharlas y compartirlas.

La más importante de todas ellas es la que firma el texto invitado de hoy, una persona cuya historia no podría estar más entrelazada con la mía. Es una persona maravillosamente sensible al arte y esos momentos cotidianos que son más arte que el arte. Palola es la responsable de que yo haya dejado no solo de acumular datos, sino también plantear teorías, ver los escenarios posibles encima de los que ya tenemos. También hace unos waffles espectaculares.

Hablando de personas importantes, este viernes los carajos de 424 van a dar un concierto después de muchos años de silencio. Es cierto que tocaron en Picnic y en Serpentario, pero desde el 2019 no organizan un chivo directamente de ellos.

Por eso cuando Felipe me dijo que si quería sumarme de alguna forma al chivo de presentación del disco Todo Esto Junto dije que sí a todo: giveaway, DJ set, texto en LA NECEDAD, venta ambulante de pinchos, todos los estilos. El crecimiento de 424 ha ido de la mano con mi crecimiento como escritor: he hablado de ellos en radio (RIP El Chivo por 104.7 Hit), El Fanzine CR (RIP), Música Claro (RIP), Club Social Music (RIP), Warp Magazine CR (RIP) y La Nación (¿RIP? es broma, es broma).

Verme involucrado en este concierto es la evolución natural de las cosas: siempre he querido estar cerca de lo que propone esta banda, por su música tiene un magnetismo inusual que se decanta de las personas que la componen (esta es mi forma formal y solapada de decir que me han cambiado la vida muchas veces y lo siguen haciendo).

Para continuar con este funeral a la objetividad periodística, les dejo con el texto de Palola, esperando que no lloren tanto como yo mientras lo leen.

Por M. Paola Malavasi

Yo no puedo escribir de 424. Advierto que a este punto, a 9 años de escribir las primeras líneas de este texto, esto ya no es un reto ni un desafío: es necedad, un tercer o cuarto intento de ser atestiguada, de que quede un registro de lo que construimos, que haya memoria de los procesos paralelos que vivimos como propios y colectivos, de los ciclos que compartimos tanto en proximidad como a la distancia.

Contar una historia de 424 es, hasta cierto punto, contar mi historia, porque ya fuera como amigos o como músicos, acompañaron incontables momentos que no se pueden encasillar en música o vivencia. Son lo mismo. Mi historia compartida con la de la banda se entrelaza al punto en que no se sabe qué pertenece a uno y qué a lo otro, como un largo espiral que no tiene inicio definido ni un fin en el horizonte. Así sucede con la banda sonora que uno escoge para su vida: la buena música lo es para cada cual porque acompaña nuestras experiencias en determinado momento. Entonces, ¿cómo se separa la historia de la música cuando ambas han sido propias y colectivas al mismo tiempo?

Una espiral

Cada sentimiento que asocio con 424 viene acompañado de un lugar en un espacio en el tiempo. Cuando los conocí, Felipe cantaba en inglés, Guayo era el compañero de la U de mi amiga Jula, Pardo era el hermano menor de Arturo y Leo ni siquiera estaba en la banda. En mi archivo personal guardo como una reliquia el recuerdo de su primer concierto. Aquella noche en el 2009 recibí una llamada de mi primo invitándome a la casa de Roberto Montero “a celebrarle el cumpleaños y después a Jazzcazú, a escuchar la banda nueva de Felipe”.

A Flpprz ya lo conocía. A Felipe Pérez también. Compartimos tantos viajes entre Escazú y la Universidad Véritas durante un momento en que ambos creímos oportuna la ilusa idea de estudiar animación. Cuando me fui al Norte seguíamos conversando y me fue inevitable desarrollar un crush que sobre extendió su estadía quizás por mi prolongado estado de soltería. Chateábamos por Skype de Jeff Buckley cuando me dijo “waah, yous, me caso”, a lo que respondí “¿Qué, con Jeff?” cuando realmente debí haber dicho “yo también, pero usted nunca me va a dar pelota”. Una vez me dio un beso, pero nada de eso evitó que todo se acomodara como debía ser. Años después, camino a Quepos a un retiro de ayahuasca, agradecí haber desarrollado una amistad como esa, “de las que no necesitan mantenimiento”, diría mi amigo Nicolás.

La “banda nueva de Felipe” en aquel momento sonaba bien. Muy bien, en realidad. Había escuchado A Famous Hostage y Goldfish Illusion, los dos intentos anteriores de Felipe, sin la misma ilusión que me causaba este nuevo encuentro. Esta vez algo cambiaba pues él no había empezado la banda: era la banda de Guayo, Pardo y Felo a la que habían invitado a Felipe a calzar y funcionaba perfectamente. Era un acertijo que se había resuelto de una manera inteligente y siguió cambiando y mejorando con el tiempo. A pesar de la influencia de un Zoé que nunca fue banda de mi agrado, 424 tenía su propio sueño, sus propias ideas y sonidos. Era mejor. Más allá de la música, en su primer disco se vislumbraba ya esa coherencia en todos sus elementos: su imagen, su dirección, sus actitudes, sus aspiraciones.

Hay que hacer el ejercicio de volver a escuchar 424 (EP del 2009) con distancia para entender que en realidad fue algo complejo. Hoy día parece ser de otra banda. Es un sonido bastante noventero, otra voz la que se le escucha a Felipe, cantando en español por primera vez, una decisión que en el momento muchos no comprendimos, pero que a la larga comprobó ser efectiva y sabia. No eran todo lo que llegarían a ser, pero eran diferentes a lo que se había hecho hasta el momento en San José. Creo fielmente que subieron la barra y que de repente todo se sentía más serio, pero más fresco y nuevo. Se sentía como entrar a un lugar nuevo cuando creíamos haber conocido ya todas las salas de esa estancia.

Años después, en el 2017, darían un excelente concierto en el Teatro Melico Salazar, revisitando las canciones con las que les conocimos por primera vez. Habían jurado nunca más volver a tocar muchas de esas piezas, entre ellas “No quiero hablar”. El video de esa canción que los dio a conocer se convirtió en un referente de la cultura visual de la escena local, no solo por explorar otra estética, si no porque involucró a Kabek, a Mish, a Neto y a tantos engranajes importantes de la maquinaria que en aquel momento iniciaba un movimiento. Pero en algún punto desapareció sigilosamente de YouTube. Cada vez que preguntaba por “No quiero hablar”, Felipe me recordaba que era una pieza que se había hecho con el único propósito de ser parte de la telenovela Niñas Mal de MTV, que con el tiempo prefirieron mejor olvidarla.

Una de las cosas más ingenuas que se puede hacer es intentar negar la historia en vez de apropiárnosla. Creemos erróneamente que cada vez que se empieza un proceso se parte de cero, pero la verdad es que son ciclos que construyen encima de lo pasado, lo vivido y lo aprendido. Sostengo que esos ciclos no son un círculo cerrado, sino que dan vuelta en una espiral, uno que se extiende infinitamente, sin finales concluyentes.

Para 424, con la madurez llegó ese reconocimiento. Esa noche en el Melico estrenaron Siempre Mar (2016) y revisitaron su repertorio más antiguo para dárnoslo como nunca, quizás como debió haber sido siempre. Recuerdo la emoción al escuchar los primeros acordes de “No quiero hablar”, complaciendo no solo a muchas personas como yo, que pensaron que nunca más escucharían esa canción en vivo, si no también a ellos mismos. Aquel concierto fue, tanto para la audiencia como para la banda, una aceptación de esa espiral como la línea que une los inicios con un presente eternamente en movimiento. Fue la conquista de un espacio, conectando un pasado con un momento actual en ese contexto particular, pero sin negar que marcaba un hito más de una banda que se había mantenido inquieta, hambrienta y ambiciosa, una más madura y sin la soberbia ni las pretensiones de ser algo que no podría llegar a ser.

Para este concierto ya contaban con un amplio fogueo. Habían ido y venido de México, Colombia y Estados Unidos, permeados por distintos públicos. Se permitieron producir, jugar, cambiar y volver. Yo solo agradecía que después de un concierto de esa magnitud, en uno de los escenarios más importantes del país, donde se presentaron frente a 900 personas, iba a poder seguir topándome a Felipe en el Wok y bailar, mandarle un mensaje de fútbol o Fórmula 1 a Leo, sabiendo que mi profunda admiración no era solo por su música, si no también por quienes he llegado a conocer como personas y creadores. Una vez más se me hace complicada la separación. Es difícil contar la historia habiendo sido partícipe.

Presenciar

Es un día de octubre del 2012 y me preparo para escuchar el disco Oro por primera vez. Estamos en la casita de Escazú donde vivió Felipe un tiempo. El disco aún se llama L’Archeologo y la ruptura con Felo, el primer bajista del grupo, es todavía muy reciente como para intuir sus repercusiones. El álbum aún no está masterizado, pero mi curiosidad y agradecimiento de que Felipe quisiera compartírmelo fue suficiente para montar un listening session medio improvisado luego del viaje a Quepos.

Siempre que alguien me regala su tiempo y trabajo le doy mi total atención y gratitud. Estoy muy consciente de lo que puede significar presenciar un momento en la historia, asimilar antes que muchas personas el inicio de una época. En este caso, lo sé desde ese primer encuentro con estas canciones, esa primera escucha de “Soñábamos”: Oro llegaría a cambiar el juego.

Saltamos en el tiempo a junio de 2018. Leo me invita a comer pizza en su casa. Mientras hablamos fluidamente, he estado jugando con Rockefeller, el gato Himalaya, gordo, intenso que solo había conocido por fotos. Tocamos muchos temas, tanto trivialidades como cosas de peso. Con Leo he tenido durante años, desde que fue novio de Jula y luego cuando ya no lo fue más, una amistad que sobrevive los periodos de distancia, una más de esas que tampoco necesitan mantenimiento. Inevitablemente, hablamos del vinilo que 424 tiene entre sus planes hace un rato. Me dice que ahí tiene el master, pero no insisto en escucharlo porque hay una herida que aún está fresca.

424 en Sofar Sounds. Carlos y Palola estaban en primera fila.

Carlos y yo nos separamos y él se fue de la casa unas semanas antes. Sé de la existencia de ese vinilo por su insistencia. Tanta música que nos unía de repente ha quedado en un limbo. Oro, por ejemplo, nos había llegado en nuestros primeros momentos como pareja. En este punto de la historia han pasado casi seis años desde que presentaron Oro un 10 de diciembre del 2012 en Jazz Café Escazú. Seis años que corrieron como agua cuando me doy cuenta que el disco parece aún fresco. Seis años que me recuerdan que mi pareja ya no está y de aquella noche en Jazzcazú, la primera vez que nos vieron juntos en público en una especie de baile de debutantes, una salida en sociedad que me mataba de los nervios. Recuerdo cómo andaba vestida esa noche y me parece estar viendo a una hermanastra, es otro cuerpo y otra cara. Hago memoria de la música, las sensaciones, las luces, el escenario y de repente me encuentro, viéndome una vez más en el espejo.

Para Carlos y para mí, “En la mañana” se convirtió en uno de nuestros himnos. Luego de varias dormidas en mi casa, amanecíamos juntos para empezar el día cada cual por su lado, él con el mismo atuendo del día anterior, antes de que comenzara a dejar algunas de sus cosas en mi apartamento. Por eso, cuando armonizaban “en la mañana te veré / sonriente y caminando en el amanecer / la misma ropa desde ayer” nos sentimos interpelados. En los conciertos cantábamos “nacimos en medio de un acertijo / creímos que todo estaría mejor” sintiéndolo profundamente, luego de haber permitido que esa incertidumbre que sentimos al principio cediera a una relación de años y muchos buenos momentos. “Esa canción es sobre ellos”, me dijo Carlos una vez, “sobre la experiencia de estar grabando el disco y amanecer juntos allá en la montaña”. Tenía todo el sentido. Pero para mí también era sobre nosotros.

Sin embargo, en el ahora, Leo me habla desde una perspectiva que nadie me ha podido hacer ver. Me dice cosas que necesitaba escuchar, a pesar de que insiste que él no es la mejor persona para darle apoyo a alguien que acaba de terminar una relación larga. Aún así, me veo estando de acuerdo con mucho de lo que propone y termino sintiendo que voy a poder, que puedo. Algo en mi interior se vuelca. Salgo de esa casa sabiendo que estoy bien, viendo con claridad y fuerza muchas cosas que no había realizado.

Una vez más, aquella espiral da una vuelta y siento que puedo volver a escuchar Oro y Siempre Mar sin cargarlos con todo lo que me ha quedado de la ruptura, de las múltiples que han sucedido en mi vida, entendiendo que la música podrá ser compartida, pero también hay una parte que será por siempre solo mía.

Devenir

A mediados de octubre del 2016, Carlos estaba fuera del país o en alguna gira de trabajo, ya no me acuerdo. Ese fin de semana la Filarmónica hacía uno de sus famosos despliegues junto a bandas nacionales. En ese entonces Felipe era nuestro vecino y un día que nos topamos me dijo que me regalaba una entrada para verlos en el teatro; fui exclusivamente a escucharlos a ellos. Sentada, sola en la luneta derecha, lloré cuando los violines dieron la entrada a “Atlántico”. Era un sonido que hacía a la canción más grande de lo que ya era, que le daba aún más profundidad. Solemne, dirán algunos, pero para mi era más complejo: era la melancolía romántica de la que escribieron los ingleses en el siglo XIX. Y yo ahí solita, con mi cuerpecito aplastado por tanto sentimiento que no iba a poder describirle de manera ni remotamente cercana a Carlos.

“Hoy he llorado mucho”, me dijo Felipe después, cuando decidí abandonar mi butaca y nos topamos hacia el final del concierto, “la música de orquesta siempre me hace llorar”. “A mí su música me ha hecho llorar”, es lo que logro responderle ahora, años después.

La música marca épocas. Desde sus inicios, 424 ha sido la banda sonora de mi paso a la “adultez”. Sin embargo, no es tanto que ha marcado épocas, como que me las ha hecho. Que se acabara ese fluir sería un adiós a seguir creándome momentos y egoístamente es algo que nunca quiero soltar, porque lo guardo como parte de quien he llegado a ser y quien quiere seguir deviniendo.

Saltamos de nuevo a mediados del 2018, a una noche en la que Jula, que en ese entonces vivía en Filipinas, está de visita en el país y nos da una excusa para sentarnos con Guayo y Quadra a revivir cuando nos veíamos más a menudo. Vuelve a la conversación el famoso vinilo de 424 que para ese punto no era solo una idea, sino que tiene forma, portada, canciones escogidas.

Me rehúso a ver fotos de cómo quedó aquel objeto para no arruinar la ilusión de tenerlo en mis manos cuando finalmente se materialice. “Felipe es el mejor diseñador de Latinoamérica”, insiste Guayo y todos estamos de acuerdo. Pero ellos también son una de las mejores bandas de estas tierras y por un segundo me pierdo en el deseo de que nunca dejen de existir.

Reconocernos

Todavía en este fatídico 2018. Tengo resistencia de ir al concierto que organiza Radio Hit con 424 y Triddi en Cantina SCCA. Durante la semana le expresé a Carlos mis dudas y creo que él también se quedó con la idea de que probablemente yo no iría. Pero es fin de semana y quiero salir y ver gente.

Esa noche, una vez más, nos vuelven a ver juntos por primera vez luego de la separación, igual que aquel “debut” en Jazzcazú... Hace más de un mes que Carlos me envió un correo sanador. Más de un mes desde que volvimos a conversar e inevitablemente le envié algunos extractos de este mismo texto que edité en 2018 y ahora edito más, cuando pensaba que estaba ya terminado. Así es la vida, justo cuando uno cree que cierra el ciclo, la espiral gira de nuevo en un reflejo que no es idéntico pero se asemeja.

Cuando me quedo sola un momento con Leo me pregunta “¿cómo estás Pao?”, intentando ser discreto con poco éxito; su sonrisa delata lo que está pensando. Le agradezco el pensamiento, la preocupación más allá del chisme. Entonces, nos reímos juntos, me abraza y le hago un pequeño resumen concluyendo en que estoy bien, feliz y lista para lo que traigan los días, ya con otras aspiraciones, deseos y perspectivas. Le piropeo la camisa que anda cuando en eso llegan Guayo y Ale para una vez más aterrizar todo en la casualidad de ser amigos, más allá de solo conocidos topándose en un concierto.

Por estar hablando perdimos la oportunidad de encontrar un mejor lugar entre la gente, pero Carlos y yo nos hacemos paso, alejándonos de Chuz, Leo, Memo y Dambro. Somos de los que preferimos adentrarnos en el espacio para poner atención a la música. Reconozco a poca gente esa noche, señal de que el público que han atraído es diferente. Hace muchos meses que no escucho a 424 en vivo, desde Semana U, quizás. Una vez más entregan todo de una manera que se siente casual, como tocando otro chivo cualquiera, pero dejando ver su profesionalismo y profundo respeto hacia lo que hacen y a su público. No es fácil hacer ver una labor tan compleja así de natural.

Las de siempre suenan bien: “En la mañana”, “Atlántico”, “Las olas”, “Gala”, “Verano verde”… Son muchas las que reconocemos y cantamos, sintiéndolas igual que siempre. Sin embargo, hay una extraña nostalgia en el aire que no necesariamente me remite a un pasado, no viene de otro momento, pero sí me recuerda todo lo que cargo. En eso suenan, como si no tuvieran casi una década: “Tijeras” y “Mapas y caminos”. Me desgalillo, brincando y cantando, acercándome lo más posible al escenario y fijando la mirada en las guitarras. En la vida se viven muchas adolescencias y, en ese breve instante, vuelve a suceder de manera fugaz: una juventud que me acompañaba, crecía, se desvanecía y volvía a surgir con esas canciones, todo sucediendo simultáneamente en ese momento.

Meses después, se lo repetiría a Carlos constantemente: ¡qué buen concierto!

Entonces, por todo esto yo no puedo escribir de 424. ¿Cómo se separa uno de la música? ¿Cómo se abstrae uno de los amigos cuando busca ser imparcial? ¿Cómo se olvidan las conversaciones para intentar desmenuzar, desde la mera experiencia musical, lo que representa una banda? Una de las cosas más ingenuas que se puede hacer es intentar negar la historia, no reconocer que uno fue parte de ella y que ella sucedió en uno, que la cargamos en el cuerpo. Más que una imposibilidad, el rehusarme a escribir ha sido una decisión inconsciente al no saber cómo separar elementos que se construyeron juntos, porque no se puede intentar divorciar a la música de lo vivido.

Epílogo: Ars longa, vita brevis

En julio del 2023 en el Mercado La California estuvimos presentes dos en un solo cuerpo escuchando una vez más a Felipe, Leo, Guayo y Pardo, bajo el cuidado entusiasta de Carlos. Tenía cinco meses de embarazo o más bien, faltaban poco más de tres meses para el nacimiento, dependiendo de en qué dirección queremos seguir a la espiral. Aquella pequeña huésped que habitaba mi útero se movía frenéticamente con ciertos acordes, haciéndome saber desde entonces que las ondas de sonido serían una de sus cosas favoritas. Fue el único concierto al que asistí en esa condición, no solo porque era domingo y era en la tarde, si no porque conscientemente escogí que ese estímulo musical fueran las canciones de 424. Por primera vez coreé “¡Vamos!”, y canté “Sentir que estamos juntos de verdad / Sentir que no hay peligro inminente / al frente / y no sentir que el chante se nos va a quemar” con el idealismo de una madre que escoge imaginar otros futuros para su hija.

Intentando atravesar la niebla que levanta las hormonas en la memoria, de ese momento logro rescatar únicamente el abrazo fraternal que me dio Felipe luego de bajarse del escenario, un gesto que nos desbordó los ojos a ambos con agua salada de felicidad. Fueron pocos minutos los que compartimos antes de retirarme, pero que venían cargados de su alegría genuina por un evento trascendental en mi vida y la de Carlos.

Un año después, un año más, en la víspera de otro concierto más de 424, este texto se sigue escribiendo, comprobando mi incapacidad de separar historias, de darles un cierre definitivo. Una vez más, escojo permitir que el espiral siga y siga en esa compañía hasta el infinito para que las vueltas que dé sean las de la vida misma.