Touché Amoré armó un hermoso ritual en su primer concierto en Costa Rica.
Hay un monje en el escenario. Lleva la cabeza rapada, ropas negras y un báculo que mantiene cerca del corazón. Su tez es blanca, su abdomen magro. Le acompañan amigos no menos importantes, pero nuestros ojos se posan en el monje cada vez que pueden. Sus gestos mueven masas: si él sonríe, aplaudimos; si él grita, gritamos; cuando llora, nos abrazamos.
El ritual no es nuevo, es tan viejo como los ancestros que bailaban alrededor del fuego. Pero ahora el calor no está en el centro, sino alrededor. El calor está al frente con Guigo, a la izquierda con Cavi, atrás con Javi y Majo, a la derecha Cata, Vero, Alessandro, Erick, arriba con Alejandro tomando videos. Ninguno podemos quitarle los ojos de encima. El monje nos habla un idioma familiar, esas canciones a las que le hemos hecho tributo múltiples veces en habitaciones, en soledad, cuando no había otras palabras que valieran.
El ritual no es nuevo. Es una excusa para tocar la piel de otros hombres como dijo Barbara Kruger. Ahí en el calor, en ese fuego que construimos, nos deshacemos del ego y somos una masa que salta, rebota, ataja, golpea y cuida; todo para estar más cerca de los otros. Suena la canción que tiene título de runa (~), oímos sus notas alegres y sabemos que viene una catarsis, el momento de desgalillarse (diría que usar el chakra de la garganta pero a ver tampoco soy tan hippie).
No puedo dejar de ver a la comitiva del monje: están creando del aire, de sus silencios e intenciones, la canción más hermosa del mundo. Tocan por un minuto e inmediatamente siguen de nuevo con la canción más hermosa del mundo; tienen varias de esas. La música de Touché Amoré me llegó en un momento en el que estaba evaluando las relaciones que tenía. No solo las románticas, sino también las de amistad, las familiares. ¿Cómo sostener el cariño a través de kilómetros de miedo y de cinismo? Y en eso escuché las notas sagradas y lo entendí: la vida se balancea entre nuestras intenciones y nuestros silencios.
If actions speak louder than words
I'm the most deafening noise you've heard
I’ll be that ringing in your ears
That will stick around for years
El monje es sereno. Al igual que yo, ya tiene ese ringing in your ears de ir a tantos conciertos (él de oficiarlos y yo de asistirlos). La conexión con sus ojos es personal, pero a la vez sé que no soy solo uno, somos todxs: sí él sonríe, aplaudimos; si él grita, gritamos; cuando llora, nos tapamos la cara no por vergüenza, sino para sentir las lágrimas. Lo que no ha dejado de hacer es de decirnos lo agradecido que está. Él está aún más sorprendido que nosotros por el calor que se ha encontrado en esta casa de una ciudad maldita.
Un ritual exitoso, sabemos los que hemos ido a suficientes ceremonias, es mitad lo que se proponga desde el escenario y mitad lo que propongamos los asistentes. Escuchar las canciones en medio del calor, con esa persona que solo saludamos en conciertos o con los amigos con los que tratamos de hablar todos los días, es lo único que me voy a llevar a la tumba, me digo. Qué hijueputa momento para estar vivo.
Todos los días me despierto como el Santo Tomás que quiere pruebas, que mete el dedo en la llaga para comprobar lo que los ojos no creen. Pero los días buenos, como este hermoso 18 de julio inolvidable, me voy a dormir creyente, sin duda alguna de que es bueno abrazar los rituales, soñar con la vida eterna. En el fuego, en medio de los codazos, patadas y abrazos somos eternxs y este fuego no tiene comparación: es la mejor cura contra el cinismo.