Saltar al contenido

Envision: un festival al que no quería ir

Una antropóloga visita Envision, ¡no creerás como termina!

No cualquier festival es comparado todos los años con un “infierno personal”. De hecho sus fundadores dirán que no es un festival de música, sino una una experiencia. Hablo, por supuesto, de Envision. El único festival que ha visto un cajero de bitcoin y el único en Costa Rica que es sinónimo de hippies con dinero (oxímoron, lo sé).

Año con año miles de personas arman y desarman una locación exótica atractiva para las personas que no quieren festivales, sino una experiencia y llegan a toparse acá con la versión tropical del Burning Man, por la módica suma de mil dólares + tiquetes aéreos + comidas. Después de tres años de ausencia, Envision volvió a surgir en las costas del Pacífico Sur.

Las dos veces que fui llegué con más cinismo que Amelia Dimoldenberg de VICE…

Pero nunca estuve verdaderamente cómodo allí y cuando murió uno de sus voluntarios en el 2018 y los fundadores decidieron hacer PR management ignorando el tema todo ese día (ignorando mis preguntas, de paso), en lugar de reconocer la situación y tratarla con el respeto necesario… Después de eso quedé sin ganas de volver.

Envision, más allá de mis impresiones, iba a ser una realidad y sigue siendo de los festivales de música que convoca más actos boutique como Tokimonsta o Xavier Rudd, esos shows que uno nunca se imaginaría que vendrían a CR pero suceden ahí, en medio de una finca que se transforma en “un pueblito”, como le dijo Larissa, la protagonista del texto invitado de hoy.

Larissa es antropóloga y consultora en temas de cambio climático, ambiente y agricultura y también, por cosas de la vida, es mi hermana. Aparte de sangre y pizza, compartimos el escepticismo por esas cosas que se venden como el paraíso. Cualquier cosa.

Así que cuando vi que ella iba para Uvita no pude evitar pedirle un texto. Ella es observadora de profesión y disfruté mucho ver Envision a través de sus ojos (aunque mucho de lo que vio puede no ser disfrutable). Lean con atención porque hay detalles que solo leyendo un par de veces se comprenden.

Por Larissa Soto

Cuando llegué no sabía si estaba en un episodio de Wild Wild Country versión tropical-tecnológica: Gente abrazándose, shalás a reventar de quienes no querían perderse el ecstatic dance de la noche, gurús de todos los rincones del ciberespacio, construcciones fantásticas de bambú y helados veganos que se pagaban sin contacto con el brazalete que llevábamos.

En la mañana reconocí mejor mi campamento y suspiré ante la clásica alineación de baños plásticos para eventos masivos. Debía ir al comedor donde servirían el desayuno al staff y artistas, por lo que caminé cortando la nube de polvo, entre escarcha, plumas, telas étnicas y pieles fucsia que se dieron por vencidas ante un factor de protección solar demasiado bajo.

Entiendo que el Festival Envision, entre el público costarricense, inspira no menos que memes y juicios finales. Sin ánimo de decir yo la última palabra, hablaré sólo por el de 2023, mi primer Envision. Un festival al que no quería ir precisamente por la fama que le precede.

La edición número once del Envision se realizó en su habitual casa: el Rancho La Merced, en Uvita. Cada año la organización del evento lo reforesta un poco más, al punto que hoy el venue cumple la promesa de juntar la montaña con la playa y poco recuerda al potrero que fue la década pasada.

La zona de festival no es accesible sin brazalete y abarca campamentos, zonas de comida y descanso, así como tiendas, galería, escenarios, y “templos”. Un pueblito para vivir por una semana. Separados por muros de sarán, por personal de seguridad y por el código de colores de brazalete, también había espacios restringidos. Por esas calles de tierra circulaban artistas con el cuerpo pintarrajeado, corría personal de producción y pasaba gente del staff en pijama. Me parecían asentamientos informales con sus pasadizos, un bullicio entre estructuras de plástico, lata y madera. 

En las mesas del comedor yo tenía mi propio ritual: pausaba mi mente de tantos estímulos y procesaba la experiencia. Admito que la mayor parte del tiempo, más que grandes preguntas antropológicas pensaba: ‘¿esto me gusta, o no?’, ‘¿qué diablos estoy haciendo aquí?’.

Empecé por lo básico: qué hay en el Envision. Este año se desplegaron cinco escenarios en donde se presentaron más de cien artistas y un pequeño ejército técnico para dar una espectáculos a toda hora, además de talleres, excursiones, charlas, spa, tiendas, bares y hasta un mini Pride: una programación capaz de producirle FOMO hasta a la persona más incrédula de chakras y ceremonias de cacao.

El grupo de artistas, panelistas y personas facilitadoras, nacionales e internacionales, incluyó personas de pueblos indígenas, profesionales costarricenses y latinoamericanos de diferentes áreas, dos intérpretes de LESCO y una de ASL (la lengua de señas de EE.UU.). Se proporcionaron espacios para personas con discapacidad y familias. Algunos temas de conversatorios no eran tan predecibles: integración cultural, descolonización de la permacultura, accesibilidad en festivales y hasta twerking.

Otro elemento de funcionamiento que me llamó la atención fue notar que cualquier otro espectáculo masivo en el país aún está lejos del Envision en materia de “sostenibilidad”. Esto le valió incluso un premio de A Greener Festival en el 2020. Por ejemplo, se redujo al máximo el plástico de un solo uso en las ventas de comida: se pagaba un depósito y se recibía un tiquete cada vez que la vajilla se retornaba a lo que llamaron Dishcoteca. Sin embargo, no tengo idea del impacto que tiene el consumo de agua del festival, o de las molestias que le genera el espectáculo a la biodiversidad de Uvita. Además de lo obvio: el desplazamiento de miles de personas hasta el Pacífico Sur no es precisamente lo más ecológico.

Y claro, hay que hablar de la música. Revisando el lineup en la aplicación del Envision (por cierto, muy buena) no reconocí más que a algunos de nuestros talentos: Sonámbulo, Santos & Zurdo, Funka o Nakury. Pero el público no tomó un avión para eso. No podían esperar para escuchar a Dessert Dwellers, a Bonobo o al chileno Rodrigo Gallardo. Se podía escuchar DJ’s de todo el mundo explotando de colores las pistas, mientras a su lado se presentaban acrobacias en telas o malabares con fuego. Nunca dejé de sorprenderme con los escenarios increíbles, ni con los técnicos de luces y sonido dándola impecablemente desde sus cabañas de náufrago.

Cada momento con artistas domésticos y extranjeros me pareció de altísima calidad. Yo andaba en modo trabajo (la moderación de un par de paneles) y aunque tengo pinta de desayunar tofu, iba sin ganas de zambullirme en el performance new age. De ahí que el número de presentaciones a las que fui y el respeto a mis ocho horas de sueño podrían considerarse todo un desperdicio. Fallé como periodista de música y ni tomaba notas de los nombres de lo que estaba viendo (perdón, Carlox). Mi auto-adjudicada misión fue conversar con la gente y entender cómo funcionaba esta carajada.

“Ahí adentro hay un festival como de doce mil hippies”, escuché decir a un señor en la playa. Quizá debido a ciertas narrativas o a lo que busca ese público, esos hippies tienen que esforzarse el doble que los organizadores de otros eventos de música para curarse en salud sobre su impacto en la comunidad. Yo creo que de ahí viene que año con año intensifiquen la reforestación, que hayan hecho donaciones al hospital de Ciudad Cortés durante la pandemia o que impulsen mejoras en los sistemas locales de agua, pasos de fauna y limpiezas de playas. Imagínense que la gente esperara eso de la organización de Picnic.

Ahora bien, mi necedad: lo problemático del Envision no es la experiencia, es la estética.

Este año, el evento se promovía a sí mismo como “More than a festival, the utopian jungle experience”. Y fue consistentemente eso: Costa Rica como un enorme escenario, un espectáculo temático en donde nosotros ponemos la “jungla” y los extranjeros -el 80% del público- son los exploradores que escapan de las tormentas de nieve o de la locura primermundista. 

El sitio web es una joya: “Costa Rica no sólo ofrece una aventura épica, sino que te reconecta con la fuerza cruda de la naturaleza que despierta tu interior salvaje (…) Envision es una invitación. A desconectar del mundo moderno. A reconectar con la naturaleza.”

Me recordó a Jorge E. Torres cuando dijo que para que los colonizadores pudieran traslapar su Edén con América, debían conservar las cualidades prístinas del territorio “negando toda modificación que los pueblos originarios hayan hecho al paisaje”. Este sociólogo colombiano se refería, claro, a la colonización. 

Pero no puedo evitar escuchar ecos de eso cuando ese lush jungle playground, ese Edén y su topless inocente, escenifican un paraíso exento de todo trabajo y de toda historia. Más o menos por ahí iban mi escepticismo y mis reservas. Por todas partes Mother Earth, Nature, Pachamama, esconden el nombre de un territorio que casi nunca es nombrado: Bahía Ballena, quinto distrito del cantón de Osa, provincia de Puntarenas, Costa Rica.

Si me cansaba de los personajes de la jungla, iba a la playa donde señoras vendían tamales, hippies con menos poder adquisitivo instalaban sus tiendas de campaña y sus parches, donde se improvisaban camas de masaje y los hombres iban diciendo “cool beer, cool water” a lo largo de la playa para ver gringas desnudas. O me adentraba en la subcultura tica que hervía en los backstages: trabajando en construcción, atendiendo puestos de información, fotografiando y curando la programación educativa. Esos tal vez eran de los únicos lugares en donde se escuchaba hablar el español, idioma del mundo no-moderno: “pongan salsa, si vuelvo a escuchar techno puede que me ranche”.

En alguno de aquellos barrios menos sagrados alguien me dijo: “cada uno se hace su propio Envision”. Y había sabiduría ahí. Para algunos ticos fue una ganga comprar el tiquete a pagos y con descuento, a cambio de una mini fortuna en conciertos y talleres de yoga. Otros decidieron no pagar y pedir vacaciones de sus bretes en la GAM para ir allá a trabajar en lo que fuera (pero con compas, en la #playita, y un par de oportunidades psicoactivas). Mientras que para otros con un pasaporte más privilegiado fue la ocasión perfecta para conocer el famoso pura vida, y que Stephen Brooks les hiciera mansplaining sobre frutas tropicales.

Tengo que admitir que en algún momento dejé la libreta de antropóloga derritiéndose en la tienda de campaña y extendí mi gastadísimo pareo frente al escenario The Village. Mi propio Envision fue entregarme a la experiencia de ver bailar a un grupo de chicas vestidas a imagen y semejanza de Rising Appalachia, mientras Guadalupe Urbina cantaba “La guadalupana y la negra de los ángeles / son un par de viejas de barro, tocando la marimba / y repartiendo chicha en una palangana”.

No quería ir a Envision, es cierto. Pero la mayor parte del tiempo me vi disfrutando, como todo el mundo. Hasta recomendaría ir por la ciencia.

El Envision cumplió con su promesa: más que un festival de música, es un lugar para encontrar gente que piensa similar. Tal vez es el caldo de cultivo para la siguiente generación de turistificadores del paisaje costarricense, los perfectos clientes del Real Estate que adora el ICT. Pero también es el fortalecimiento de redes de trabajo colaborativo entre gente que, al mejor estilo latinoamericano, le damos vuelta a cualquier oportunidad para sacarle el jugo.